Seis de junio de 2019, rozando las siete de la tarde. Sobre la ría de Vigo corren, más que flotan, nubes bajas que provocan continuos cambios de luz, desde un tímido sol a una cobertura decididamente invernal. Al fondo de la ría se encuentran las salinas de Ulló, separadas del mar por su muro de contención, como cada día desde su construcción allá por 1637. Nada queda ya de los jesuitas que explotaban su producción de sal,
y apenas unos restos del molino de marea que se construyera a finales del siglo XIX. El propio muro es una reconstrucción reciente, que lejos de su primer carácter utilitario, hoy es zona de paseo de caminantes, ciclistas y vecinos con perro.
La marea está inusualmente alta, y como siempre, las aguas libres a la izquierda se muestran más vivaces que las estancadas –solo por unas horas esta vez– que encontramos a la derecha. Empieza a lloviznar débilmente y sería buena idea guarecerse, pero no hay en este extremo de la presa gran cosa que pueda proporcionar abrigo.
A las siete y un minuto, la tímida llovizna se torna auténtico diluvio, que borra completamente el paisaje y hace huir a la pareja con caniche que se aproximaba desde enfrente. Solo queda el pobre refugio del paraguas, bien escaso ante semejante cantidad de precipitación, precariamente sujeto entre la mejilla y el hombro mientras las manos se ocupan de manejar la cámara fotográfica y proteger la bolsa del equipo. Son las siete y dos en el momento de efectuar este disparo. Sobre las siete y diez, luce el sol, se ha retirado la niebla de la ría, y por el muro de las salinas avanza de nuevo la pareja con caniche.